La inteligencia
espiritual es la que confiere satisfacción en la vida, con métodos para resolver
problemas significativos y de valor, y tiene el poder de transformar al yo y a
los otros.
Las cualidades
espirituales serían entender el significado de la vida, tener una actitud más
positiva, tener experiencias frecuentes de paz, amor, y felicidad, lo que lleva
a una buena auto-estima, a pensar creativamente y ser proclive a la adaptación.
Las acciones tienden a ser guiadas por valores.
La inteligencia ya
no se considera una propiedad unitaria, sino un concepto que se manifiesta de
distintas formas. Se habla de inteligencia racional –que incluye las
habilidades lingüísticas y matemáticas–, de inteligencia emocional –que se
relaciona con la capacidad de sentir empatía y solidaridad–, pero sólo
recientemente, la ciencia ha podido examinar evidencias que sugieren la
posesión de una “inteligencia espiritual”. Y ésta se refiere a la percepción,
aparentemente inherente, de que existe una realidad trascendental o alternativa
que enriquece la condición de nuestra realidad física y limitada.
El IQ es el
cociente de inteligencia al que se sigue dando un valor determinante. Si bien
puede tener una relación con la capacidad de resolver problemas, no alcanza por
sí solo a describir la complejidad de otras habilidades que también son
necesarias para determinar nuestro éxito o satisfacción vital interna y frente
a los demás.
En 1983, Howard
Gardner, psicólogo de la Universidad de Harvard, desarrolló la teoría de las
“inteligencias múltiples”, entre las cuales incluye la inteligencia
interpersonal y la intrapersonal –la primera, concerniente a la capacidad de
entender las intenciones, motivaciones y deseos de otros, y la segunda, de
comprender los sentimientos, miedos y motivaciones de uno mismo.
En 1995, el psicólogo
Daniel Goleman popularizó el concepto de “inteligencia emocional”, como una
serie de competencias y habilidades como la autoconciencia, el autocontrol y la
adaptación, la conciencia social y el manejo de relaciones interpersonales. Personas
con un coeficiente emocional elevado se relacionan mejor con los demás, cuentan
con una alta autoestima y responden de manera adecuada ante situaciones
difíciles.
La espiritualidad
El término
espiritualidad proviene de la raíz latina spiritus, que significa “aliento”, en
referencia al aliento de vida. Se vincula con abrir el corazón y cultivar la
capacidad de experimentar asombro, reverencia y gratitud. Es la habilidad de
encontrar lo sagrado en lo ordinario, de sentir el significado de la vida,
conocer la pasión de la existencia y subyugarse ante algo superior. Su
propósito es despertar la compasión y tiene efectos de una buena salud mental.
A pesar de sus
semejanzas, la espiritualidad no se condiciona a practicar religión alguna o
tener una creencia en particular. Es un sentimiento o estado mental
intensamente personal. La espiritualidad puede expresarse de formas diversas.
Hasta hace muy poco
tiempo, la investigación formal de la espiritualidad, con bases científicas, se
consideraba imposible e inútil.
El reto científico
consiste en lograr que la tecnología compruebe una relación entre las funciones
cerebrales y espiritualidad, puesto que ya se había constatado estas experiencias
entre los diversos grupos humanos y apuntaba a la existencia de una base
inherente y no aprendida para la espiritualidad, como parte de la naturaleza
humana, lo que implicaba que estas vivencias debían ser parte de nuestra
actividad intelectual.
Inteligencia Espiritual
En 1997, la física
y filósofa Danah Zohar introdujo el término “inteligencia espiritual” SQ,
considerándola la inteligencia suprema.
La idea de una
inteligencia dedicada a la trascendencia recibió de inmediato oposición del
sector académico, pues su estudio se consideraba imposible debido a la
dificultad de cubrir los criterios científicos. El propio Gardner ha expresado
que, por la problemática de sus connotaciones, sería mejor hablar de una
“inteligencia existencial” que explorara la naturaleza de la existencia. Pero recientes
evidencias neurológicas, psicológicas y antropológicas lo han considerado un
objeto serio de estudio, y varios laboratorios han profundizado en el tema.
La inteligencia
espiritual sería distintiva de los humanos. Además, resultaría ser la más
fundamental, ya que estaría relacionada con la necesidad de encontrar el
significado y valor de la vida.
De tal manera, la
inteligencia espiritual funcionaría como un marco dentro del cual actuarían el
coeficiente intelectual y la inteligencia emocional para expresar así nuestras
capacidades, y mejorar nuestra vida y la de los demás. Se plantearían preguntas
sobre la misión de su existencia para actuar en consecuencia.
Por fin, a finales
del siglo XX y comienzos del XXI, se dieron las condiciones científicas de laboratorio para
poder tener acceso a este enigma.
Hoy en día, los
investigadores cuentan con herramientas como la resonancia magnética funcional,
la tomografía por emisión de positrones y otros equipos de investigación con
los que examinan el cerebro de personas comunes, monjes y religiosas, en busca
de las bases fisiológicas de las experiencias espirituales.
En primer lugar, se
ha descubierto que la sensación espiritual de comunión con un ser superior no
corresponde, como se pensaba, a una región específica del cerebro.
Una investigación
realizada en 2006 por el neurocientífico Mario Beauregard, de la Universidad de
Montreal, en Canadá, describió la participación y activación de varias regiones
cerebrales, relacionadas con diferentes funciones, como la autoconciencia, la
emoción y nuestra representación física.
Para efectuar el
análisis, su equipo hizo la resonancia magnética del cerebro de 15 monjas
carmelitas, a quienes se pidió que revivieran la experiencia mística más
intensa que hubieran vivido.
El estudio de
Beauregard encontró que la experiencia espiritual activaba más de una docena de
diferentes áreas del cerebro a la vez. A pesar de las críticas de algunos
colegas, Beauregard no es el primero en esta reciente rama de su especialidad,
bautizada como “neurociencia mística” o “neuroteología”. Otro investigador,
Richard Davidson, del Laboratorio de Neurociencia Afectiva de la Universidad de
Wisconsin (EU), y especialista en el estudio de la relación entre cerebro y
emociones, ha tenido resultados similares al observar, también con técnicas de
neuroimagen, el cerebro de monjes budistas en meditación al enfocarse en el
sentimiento de compasión. Los cambios cerebrales examinados parecen sugerir que
esta práctica produce indicadores de un estado de elevado bienestar.
Además de Davidson,
Alan Newberg, de la Universidad de Pennsylvania (EU), realizó estudios en los
que registró cambios en la actividad neuronal de monjes budistas durante un
ejercicio de meditación. Sus experimentos indicaron que, mientras tenían la
experiencia de “unidad con toda la creación”, se observaban cambios
significativos en las áreas frontales, parietales y en regiones subcorticales
del cerebro, como la amígdala, lo que sugiere que la experiencia espiritual
podría correlacionarse directamente con procesos neuronales de determinadas
estructuras cerebrales.
Iguales cambios se
observaron en religiosas franciscanas durante su oración, aunque ellas
describían el momento como una sensación de cercanía y unión con Dios. Más allá
de las interpretaciones personales, vinculadas directamente con las distintas
creencias, el hecho que ha llamado la atención es que la experiencia mística es
observable, y que es biológica y científicamente comprobable.
En general, las
características que se han encontrado durante estos estados son una activación
en los lóbulos frontales y el sistema límbico. Los primeros son el sitio de la
atención y la concentración, y generan nuestro sentido de “yo”, por lo que al
alterar su funcionamiento se percibe una “disolución del ego”. El sistema
límbico se vincula con los sentimientos afectivos. Se ha observado también una
“desconexión” del lóbulo parietal, que maneja la orientación espaciotemporal,
lo que parece crear la sensación de fusión con el Universo.
Cambios benéficos
por la Meditación
Otros sorprendentes
descubrimientos han encontrado que las modificaciones a nivel cerebral también
se traducen en cambios físicos. Por ejemplo, rituales como la oración, la
meditación, y conductas repetitivas como el baile o el canto ceremonial, pueden
tener efectos sobre el sistema límbico y el sistema autónomo, pues participan
en la creación de la emoción y el estado anímico, al tiempo que pueden impulsar
los ritmos corticales y producir sentimientos inefables e intensamente
placenteros. Además, al combinarse con otras actividades (como el ayuno, la
hiperventilación o la inhalación de incienso), esta estimulación multisensorial
puede afectar la fisiología del cuerpo hasta conducir a estados mentales
alterados positivos.
Hace algunos años,
la neurocientífica Sara Lazar y sus colegas de la Universidad de Harvard
encontraron que 20 monjes budistas expertos en meditación tenían un mayor
grosor en algunas regiones cerebrales, en comparación con 15 voluntarios que no
practicaban meditación. En particular, la corteza prefrontal y la ínsula
anterior derecha presentaban más espesor en los practicantes de meditación y,
curiosamente, el mayor incremento se encontró en los sujetos de mayor edad, en
contraposición a lo que sucede durante el proceso natural de envejecimiento, en
el que estas áreas cerebrales van adelgazándose.
Y un estudio
reciente, del investigador Yi-Yuan Tang, de China, respalda que no es necesario
ser un monje experimentado para obtener este tipo de beneficios. De acuerdo con
sus resultados, bastaron 20 minutos diarios de practicar una técnica de
meditación china llamada “integración de mente y cuerpo”, para tener un mejor
estado anímico y conseguir mejores resultados en pruebas de atención. También
observó que el organismo producía menos cortisol, la hormona indicadora de
estrés.
Lo social
La omnipresencia de
la espiritualidad podría estar fundamentada en los hallazgos recientes de un
par de investigaciones realizadas por el neurocientífico Jordan Grafman, de los
Institutos Nacionales de Salud, en EU, quien piensa que los orígenes de la
creencia en lo divino están relacionados con mecanismos que evolucionaron para
ayudar a los primates a “sintonizarse” (o desarrollar empatía) con los
integrantes de su grupo social, así como con otros animales, y que los humanos
los utilizan para explicarse algunos fenómenos incomprensibles del mundo
natural.
En otras palabras,
la evolución nos dotó de un proceso neurológico que nos permite trascender la
existencia material para reconocer y conectarnos con una parte más profunda de
nosotros mismos, que se percibe como una realidad absoluta y universal que nos
une a todo lo que existe.
Otra línea de
investigación ha sido abierta a través del estudio de la epilepsia, una
enfermedad crónica caracterizada por uno o varios trastornos neurológicos que
deja una predisposición en el cerebro para generar convulsiones recurrentes.
Una cuarta parte de las personas que padecen esta enfermedad que afecta los
lóbulos temporales, suele tener estas experiencias antes de sufrir una
convulsión. El connotado neurocientífico Vilayanur Ramachandran, de la
Universidad de California en San Diego, encontró evidencias de que una mayor
actividad en los lóbulos temporales del cerebro podría relacionarse con una
alta propensión a albergar creencias místicas y religiosas. Quizá de ahí nació
la frase de Fiódor Dostoievski, quien sufría epilepsia, en su libro El Idiota:
“Fui tocado por Dios…”
Sin duda, una
sensación similar a la que consiguió generar en sus pacientes Michael
Persinger, especialista en neurociencias de la conducta, quien adaptó un casco
como aparato experimental –conocido por la prensa como el “casco de Dios”–, el
cual estimula selectivamente, mediante un campo electromagnético, los lóbulos
temporales izquierdo y derecho, induciendo la sensación de una revelación
mística.
La trascendencia
Al igual que la
sensación de espiritualidad, el concepto de Dios, de una u otra forma aparece
en casi todas las culturas. Una posible razón sería que, al constituir la única
especie capaz de contemplar su propia muerte, necesitamos algo superior a
nosotros mismos para hacer tolerable esa certeza. Desafortunadamente, el
doloroso hecho de prever nuestra desaparición individual es un precio que
tenemos que pagar por nuestro desarrollado lóbulo frontal.
En cuanto a los
resultados de los estudios, todavía hay muchas incógnitas. Aunque algunos
científicos indican que Dios no existe como algo externo e independiente de
nosotros, sino que es producto de una percepción inherente; la manifestación de
una adaptación evolutiva que existe exclusivamente dentro del cerebro humano.
Para otros, incluido Beauregard, se trata de un Ser Supremo que nos proveyó de
una especie de “antena receptora” en el cerebro para captar su presencia.
¿Será Dios una
percepción generada por el cerebro; o bien, estará este órgano nuestro dotado
de circuitos que le permiten experimentar la realidad de Dios? Probablemente la
ciencia nunca llegue a responder esta pregunta. Lo que sí parece sugerir es que
los humanos tenemos ya dispuesto cierto “cableado”, o conexiones neuronales
que, con ciertas conductas asociadas a la espiritualidad, como la oración, la
meditación, el yoga o los cantos, nos hacen evocar percepciones y sensaciones
interpretadas, por la mayoría de los integrantes de todas las culturas, como la
evidencia de una realidad divina, espiritual y trascendental.
Alguna vez el
físico Albert Einstein describió una vivencia que evidenciaba el buen
aprovechamiento de su inteligencia espiritual: “Existen momentos en los que uno
se siente libre de las propias limitaciones humanas. En esos momentos, uno se
imagina parado en una pequeña parte del planeta, observando con asombro la
fría, pero profundamente conmovedora belleza de lo eterno, en donde fluyen vida
y muerte en un solo cauce, y donde no hay evolución ni destino… sólo ser”.
Adaptado de CNN-Expansion.com